Mente de araña

Posted in Relato with tags , , on 11/05/2022 by Angel López

Un cosquilleo brota en el interior de mi oído izquierdo. De pronto estoy convencido de que hay una araña alojándose en mi cavidad.

Hay espinas diminutas en mis manos, casi invisibles, pero un minúsculo dolor, tan pequeño que debe llamarse incomodidad, me advierte que están ahí.

El fin de semana toqué cactus que me espinaron las manos. También toqué mujeres. ¿O fueron las mujeres las que espinaron mis manos y los cactus no estuvieron ahí?

Mientras escribo esto la araña debe de estar poniendo huevecillos dentro de mi oído. La temperatura dentro de mi cabeza es ideal para incubar cientos de pequeñas arañas, pero pocas ideas valiosas. ¿O es que está demasiado caliente?

Si bebes lo suficiente puedes lograr despertar en pleno amanecer o al borde del atardecer, sin estar seguro de cuál de los dos se trata. Así cómo nunca sabes realmente si tu vida ha comenzado a abrirse o a cerrarse. «Lo mejor está por llegar, ¿o ha pasado ya hace mucho tiempo?»

En cuestión de una semana las pequeñas arañas saldrán de sus huevecillos y correrán, estoy seguro, hacia el interior de mi mente. Tejerán sus telarañas en mi psique, mientras se multiplican cada vez más rápido. Su voluntad se convertirá en mi voluntad, y ella me llevará por un camino que por siempre desconoceré.

Diario 26 Sep 21 – Errores

Posted in Uncategorized with tags , , on 26/09/2021 by Angel López

Escribir es una pérdida de tiempo si no se trata de un relato. Lo acabo de decidir. La cosa del diario no se me hace tan diferente a sólo pensar las cosas en mi mente, aunque eso colisiona con mi idea de que hablar sobre tus problemas con las personas ayuda. Como si la hoja en blanco careciera de toda característica que tiene otra persona. En realidad lo hace. No le encuentro sentido al decir que «una hoja en blanco no te juzga», porque no tiene la decisión de hacerlo o no, así como un buen amigo o un padre en un confesionario (ja). No tiene vida/mente/conciencia. ¿Realmente funciona?

Sigo fantaseando en silencio conque moriré prematuramente (suena acorde porque mi mente es esencialmente un infante) y mi mejor amigo, a quien le dí la contraseña de mi blog hace unos 10 años, entrará y leerá todos mis borradores, quedará atónito ante la brutalidad sagaz de mi prosa, y la hará publicar en un libro compilatorio. Una vez entre en el estatus de «Best Seller», haciendo contrapeso a los libros de youtubers/emprendimiento/autoayuda, las mujeres que me han despreciado y los hombres que me han subestimado entrarán en una espiral descendente de arrepentimiento y pensamientos súbitamente románticos/sexuales/nostálgicos sobre los tiempos en que nos conocimos. Algunos llorarán.

Vale la pena pensar en eso ahora, me parece justo sabiendo que después mi conciencia se habrá disuelto por completo en un universo que se expande a una velocidad mayor a la de la luz. Quisiera pasar más tiempo fantaseando con eso, en lugar de pensar en por qué descanso tan mal después de 7 horas de sueño y de dónde salen todas éstas dudas sobre lo que estoy haciendo, acompañadas de un autodesprecio reafirmado por el silencio de aquellos a mi alrededor. ¿Qué tan equivocado he estado antes y qué tanto lo estoy ahora? Me angustia pensar si en mi vida me he exigido demasiado o muy poco. O he hecho ambas en precisamente los momentos y aspectos erróneos.

El cúmulo de mis errores me ha traído hoy aquí, y eventualmente ha de llevarme a otra parte. ¿Puede construirse una casa con 3 habitaciones, dos baños y un jardín con sólo errores?

Hoy decidí equivocarme y presionar «Publicar» en vez de «Guardar como borrador».

Íbamos al cine

Posted in Uncategorized with tags , , on 04/04/2021 by Angel López

Íbamos al cine. La preparación de las palomitas obedecía un delicado ritual. Los pasos a la sala de proyección marcaban el ritmo de una marcha casi-nupcial. No nos mirábamos, no verdaderamente.

Una multitud de luces se sacrificaba para dar vida a una más importante: el haz de luz del proyector partía horizontalmente la sala, encausando nuestras miradas hacia la pantalla. Sólo entonces nos mirábamos, verdaderamente.

Frente a nosotros se contaban las historias: corazones nacían, eran cuidados, alimentados y amados; después enviados a la guerra para ser atravesados, sepultados y olvidados. Las historias que iniciaban y terminaban ante nuestras miradas parecían sacrificarse para dar vida a una más importante: salíamos de la sala con una fe renovada, nuestra historia era todo menos una historia, pues las historias terminaban.

Pero sí era una historia, tan buena y mala como todas las que vimos en el cine. Tan apasionada y fría, y cálida e inconclusa; sin embargo terminada. Con un inicio, nudo y desenlace escrito con nuestras palabras, encuentros y decepciones. Con tantas buenas intenciones como promesas huecas, risas, mentiras y lágrimas que atrapa una sonrisa.

Una historia que se sacrifica para dar vida a una más importante:

1 de enero 2021 2:42 a.m.

Posted in Cursi, Humor, This is not funny with tags , , , , , , , on 01/01/2021 by Angel López

Parece sencillo terminar un año, en el caso de que nos apeguemos al calendario gregoriano (anda, inventa el nombre de un mes y haz que pegue, Calígula).*

Resulta indoloro, insípido y traslúcido. No existe una cortinilla, acto musical de una estrella pop cuya cúspide fue 20 años atrás o fuegos pirotécnicos. Eso pasa en la televisión, pero no en “nuestra” vida.

La transición de las 11:59:59 p.m. GMT-6 a las 12:00:00 a.m. GMT-6 puede transcurrir a la mitad de un trago de brandy, o la muerte definitiva de un folículo capilar de tus entradas en retroceso.

Pero tú sigues parado, o sentado, en el mismo lugar, sintiéndote plena y peligrosamente igual. La esguince jamás atendida sigue ahí, con su dolor convertido en molestia a través del fantástico acto  de la costumbre. Tu postura, envidia de cualquier hobbit corrompido, no ha cambiado, y la canción que te dan ganas de escuchar cuando estás borracho sigue siendo la misma desde hace años (sin aparente probabilidad de ser reemplazada).

Sin embargo, la idea de una transición purificadora, que cura y que redime, fue exitosamente injertada en nuestra cabeza, y así como las referencias sobre la alopecia en este post, son aludidas ceremonialmente, siempre con éxito.

Este año nuevo, que no es el viejo, abre un portal insospechado a nuevas oportunidades, que no son opacadas por los reiterados fracasos de cada uno de los años anteriores. El racista, aún segrega, el hipócrita, aún miente, el ciego… Pero queremos pensar lo contrario, triunfando con enternecedora frecuencia.

Pero, así como en una afeitada apresurada, al cabo de unas horas, comenzamos a pasar los dedos por nuestro nuevo, brillante y pálido rostro, esperando sentir la suavidad de una piel recién nacida, y encontrando ásperas vellosidades ocultas hasta el momento por el olor, sabor, sonido y calidez de un ritual planetario rotante.

El hígado asimila el alcohol como la mente asimila la soledad; como la piel asimila el ardor de una navaja de rasurar.

 Feliz año nuevo.

*Carlomagno trató de dar nuevos nombres a los meses, aunque tampoco tuvo éxito. Los meses propuestos eran, desde enero a diciembre respectivamente: Wintarmanoth, Hornung, Lentzinmanoth, Ostarmanoth, Winemanoth, Brachmanoth, Heuvimanoth, Aranmanoth, Witumanoth, Windumemanoth, Herbistmanoth y Heilagmanoth.

Sueño #1: Carlos

Posted in Cuento, SUEÑO with tags , , , on 18/04/2020 by Angel López

Suelo soñar que tengo más gatos de los que en realidad tengo, y todos son casi idénticos salvo leves variables en los colores y el tamaño de los felinos. A veces sueño con gatos del tamaño de un ratón, pero nunca con gatos gigantes. Creo que es más grande mi angustia de pisar a un gato pequeño que el ser pisado por uno muy grade.
Pero en esta ocasión soñé que tenía tres ratas adultas. Lo descubrí cuando vi hacia el piso de mi cuarto y ahí estaban las tres como formadas, casi inmóviles, esperando que hiciera algo al respecto.
«Bueno, debo de ponerles nombre», me dije mientras levantaba a la primera del suelo.
La rata comenzó a convulsionar en mi mano como un pescado. Sus pequeñas garras arañaban mi mano como cuando alzas una tortuga terrestre del caparazón. Sus dientes buscaban mi carne y finamente la encontraron. El dolor, punzante y agudo, me hizo soltarla.
En ese momento las otras dos ratas pasaron a un segundo plano. No parecían necesitar nombre ni atención, sólo estaban en el suelo, respirando aceleradamente y volteando sus cabezas en varias direcciones, mientras olfateaban mi inodoro sueño.

Ahora sólo pensaba en ésta primera rata. Carlos. El nombre me golpeó casi al mismo tiempo que el dolor de sus dientes penetrando mi piel. Parecía ser el nombre de alguien que me lastimaría. Había una extraña y personal intención en esa mordida. No era una mordida instintiva para liberarse del peligro, sino que su mandíbula parecía estar cargada de saña y malas intenciones. El sentirme herido me atrajo de inmediato a querer hacer algo al respecto, pues no sentía merecerlo.

Carlos caminaba apresurado por el cuarto, y su diminuto cráneo parecía hilar su próxima pequeña fechoría.

Levanté a Carlos de nuevo del suelo y esta vez se quedó inmóvil. Su cuerpo se sentía muy rígido, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo dentro de él. Me tomó más tiempo del necesario descubrir qué era lo que hacía… Una masa marrón comenzó a salir por su extremo trasero. Nunca había visto a una rata hacerlo, pero estaba seguro de que no podía ser de esa magnitud, pues el animal seguía y seguía, contrayendo sus pequeñas tripas que impulsadas por el odio que me tenía, tal como un mago barato saca pañuelos infinitos de su boca. Yo no pude hacer más que aguantar el asco y sostenerla en el mismo lugar, al menos para que la porquería cayera en un mismo punto del piso de mi cuarto. Cuando terminó, la cantidad era aún más irreal de lo que cualquier soñador hubiera advertido.

Carlos me miró con sus ojos que semejaban balines disparados hacia los tuyos, en una mezcla de burla malvada, y comenzó a tratar de morderme de nuevo. Lo solté antes de que lo lograra.
Ahora me encontraba aún más intrigado por el comportamiento de esa rata. Cruzó por mi mente la idea de buscarle un entrenador, pero jamás había escuchado de un entrenador para ratas.

Decidí darle un baño, pues sabía que las ratas son buenas nadadoras, y quizá eso la relajaría y la haría pensar sobre sus acciones.

Swimming Rat | Animales, Mascotas, Ratas

El horror actúa sobre nuestro inconsciente y hace ver que aquello dañino se vuelve parte de nosotros mismos, porque a fin de cuentas todos estos sentimientos y valores emergen del hombre mismo.

«Todo está bien»

Posted in Cuento on 06/10/2018 by Angel López

Acababa de salir de una de esas relaciones de las que nos avergüenza hablar, pero no podemos dejar de hacerlo. Soy, cuando menos, codependiente, y era más una sorpresa que esa relación de cuatro años hubiera terminado, pese a que Roberto y yo ya no éramos ni por asomo felices.

Aún así lo extrañaba. Mi pecho estaba de alguna extraña forma impregnado de su aroma y yo no dejaba de pensar en él. Por exigencia, más que por consejo de mis amigas, borré su número y les prometí no volver a llamarlo, mandarle mensajes ni espiarlo por ningún medio. Yo así lo hice, pero me dolió amargamente que él no lo hiciera tampoco. Yo no quería que lo hiciera, qué bueno que no lo hizo, pero… ¿por qué no lo hizo?

Al cabo de un par de semanas, me decidí a salir de nuevo con mis amigas. Yo extrañaba verlas, pero me incomodaba que la mayoría de los esfuerzos estuvieran enfocados a conseguirme una nueva pareja. “No tienes que andar a fuerza con alguien, pero disfruta tu soltería y aprovecha para distraerte”, me decían. Yo no me oponía a la idea, pero tampoco estaba auténticamente entusiasmada. Además, el que me recordaran constantemente que debía buscar a alguien, llevaba la marca indiscreta de que ya no estaba con Roberto.

De cualquier forma, no fue ahí donde conocí a Leobaldo, sino que me lo presentó mi madre, después de insistirme mucho para ir al cumpleaños de mi tía Azucena. Leobaldo era hijo de los vecinos de mi tía, y tenía 24 años, sólo dos más que yo.

No era realmente feo, pero tampoco el primero que voltearías a ver cuando paseas por alguna plaza comercial. Su personalidad era moderada, por decirlo de alguna manera. Tenía buenos modales, pero no soportaba la forma en la que se reía. Solía ser una risa contenida, asfixiada, estrangulada a medio camino. Por suerte no lo hacía mucho.

Me invitó a salir mientras hablábamos en la sala después de cenar. Mi madre me miraba desde la mesa como si pudiera leer nuestros labios, y sus ojos casi me arrancaron el “sí” de la boca.

Comencé a salir con Leobaldo. Los lugares a los que me llevaba eran aburridos, pero decentes. A veces al cine, otras a tomar café, y uno de esos días debió sentirse aventurero, pues me llevó al zoológico a ver a los pingüinos. Roberto me abría llevado al nuevo motel que abrió cerca de la salida a la carretera. Solíamos coleccionar los jabones de esos lugares, y él los apilaba en una repisa de su baño, como si fuera un altar a su infantil perversión. A mí me parecía divertido.

Roberto… Al cabo de mes y medio seguía pensando en él. Su voz me seguía de aquí para allá, y me bajaba el ánimo cuando de mí asomaba la más leve satisfacción. Experimentaba la violenta necesidad de verlo, de probarlo, de volverme a asquear y aburrir de él, y sentir la monotonía y casi desprecio que él me profesaba. Aún lo amaba.

Un jueves yo estaba recostada en mi cama. La noche era tan silenciosa que, si me quedaba lo suficientemente quieta, podía escuchar la juventud salir corriendo de mi cuerpo. Todo se sentía tan lejos, que pasarían décadas antes de que cualquier objeto entrara en mi órbita y me despertara de ese adormecimiento funesto.

Sin advertirlo, algo entró por mi ventana a más de trecientos metros por segundo. Era un grito, o un rugido. Mi cerebro espabiló: era un motor. El de Roberto. Salté de la cama, y mientras me apresuraba a la ventana, lo imaginé parado a un lado de su coche, flores en mano y con los ojos suplicantes de perdón. Corrí las cortinas y ahí estaba, aún subido en el auto, con el ceño algo fruncido e impaciente. Yo sonreí.

Me vestí y pinté los labios como en un solo movimiento y salí como un ratón de mi casa. Casi salto al auto por la ventana. Esto siguió pasando los jueves de cada semana. Leobaldo me preguntaba que a qué se debía ese gran cambio de humor, y yo le dije que había comenzado a tomar las vitaminas con las que insistía mi doctor desde que tenía 13 años.

Él también había empezado a comportarse con mejores ánimos, lo que lo hacía más soportable, al menos hasta que volvía a empezar a reírse como si le apuntaran una pistola en la cara. Yo no sentía culpa, y no veo el por qué debía hacerlo, si lo único que hacíamos era pasar el rato juntos. Nunca intentó tocarme ni un pelo, y me daba cuenta con facilidad de cómo temblaba cuando se acercaba para ponerme su chamarra sobre los hombros cada que el clima enfriaba. Un par de veces llegó a llevarme a lugares particularmente caros a cenar y de la nada se ponía muy serio, pero yo me divertía acusándolo de padecer una indigestión.

A ratos la vida se torna cómoda, y nos hace olvidar que no es más que un huevo bamboleante en la orilla de una pendiente. Pues yo me embaracé de Roberto. Estaba triste y molesta. Cuando le conté, pensé que reaccionaría distinto, pero resultó que no quería saber nada de eso, y dijo que lo mejor para los dos sería distanciarnos. O no volver a vernos. Que eso era lo más maduro, pues lo nuestro tenía mucho de haber acabado.

Yo enloquecí de rabia y no se me ocurrió otra cosa que contarle de Leobaldo, pensando que tal vez le darían celos y cambiara de opinión, pero nunca lo vi tan desinteresado con nada en su vida, así que enfurecí aún más.

Yo no quería al bebé, ni a Leobaldo. Odiaba a Roberto y quería ser cualquier otra persona en el mundo. Pero no lo era.

Le inventé a Leobaldo que tenía fiebre y no lo vi esa semana ni la siguiente. Cuando estaba en planes para adquirir una nueva enfermedad, mi madre entró a mi cuarto con lágrimas en los ojos. Lo que pasa con las lágrimas es que se ven igual cuando sus motivos son felices o trágicos. Detrás de ella entró Leobaldo, con un traje nuevo y unas flores.

Se acercó y me abrazó. Con su boca cerca de mi oído, y lejos del de mi madre, dijo: “Karla, sé lo de Roberto. También lo del bebé. Todo está bien”. Me soltó, y poniendo su rodilla izquierda en mi alfombra color vino, sacó una pequeña caja negra de su bolsillo.

Cuando dice mi nombre

Posted in Cursi on 02/09/2018 by Angel López

Me gusta cuando ella dice mi nombre.

No lo dice seguido, mucho menos diario.

Me gusta porque las dos sílabas que resbalan por su faringe le rozan los labios.

Besa mi nombre y mi nombre la besa, aunque ella no lo note.

Lo ha dicho triste y enojada. Con tono de lástima y tal vez con cariño.

Cada una de ellas ha sido preciosa, pues es ella reconociendo mi existencia en el mundo.

La locura que me invadiría si supiera que lo ha dicho cuando no estoy cerca…

En su mente o en sus sueños. O tal vez sola en su habitación.

¿Lo ha dicho hoy? No he de saberlo.

Espero, pues, que el último día que lo diga.

Yo ya no esté para escuchar el silencio que le preceda.

 

Where you going?
Don’t go
No no no no
Stay right here
I’m more sincere when I drink

Cause you were right all along
I’m drunk

But I can tell, I can tell, I can
Tell you’re my type of girl
All I want, all I want
Is for you and I to ride love’s ferris wheel

Objetos perdidos I

Posted in Relato on 02/09/2018 by Angel López

Era Semana Santa, yo tenía nueve años. Acompañaba a mi madre a la peregrinación celebrada en algún lugar de Iztapalapa. El calor era sofocante y yo pasaba por un temprano hastío por todo lo que tuviera que ver con la religión. Además de que nunca me han agradado las largas exposiciones al sol ni las multitudes.

Traía una gorra color beige. Tenía un recubrimiento de piel, o una imitación del mismo. No sé cómo se supone que yo diferenciara eso. Tenía a la rata eléctrica conocida como Pikachu bordada al frente. Después de todo eran inicios del año 2000.

Las gorras en ese periodo de mi vida eran importantes, pues evitaban que mis chinos se esponjaran, cosa que resultaba odiosa, y además tenían la cualidad adicional de esconder mis ojos de los ojos de los demás, si las usaba lo suficientemente bajas. Eso era siempre, en realidad. Y de todos los items preciosos cubrecabeza que poseía (quizá unas diez gorras), por algún motivo ese era el más preciado.

El día continuó, junto con la representación. Hubo azotes, diálogos y pies lavados; después, crucifixión. Al levantar al actor que hacía las veces del hijo de Dios, el cielo se nubló. La gente miró arriba sin musitar. Se apreciaban claramente desconcertados. El viento aumentó su velocidad, sacudiendo todo lo sacudible.  Mi ateísmo germinante sonrió a escondidas y sus ojos miraron hacia dentro del cráneo.

Pater in manus tuas commendo spiritum meum

Terminó y entramos a la iglesia frente a la que pasó todo. Tuve que quitarme la gorra contra mi voluntad. Había muy pocas personas y, pese a las muchas veladoras, la luz que lloraba ese atardecer apenas y resbalaba por los vitrales, que tenían tantos santos como una anciana de ochenta y cinco años puede recordar.

Nos sentamos en la segunda fila más cercana al altar, en silencio. Mi madre rezaba, tal vez, por el futuro incierto. Yo cerré los ojos e intenté escuchar una voz gigante que viniera de cualquier lado que no fuera mi interior. Fue menos de un minuto antes de que abriera de vuelta los ojos, aburrido.

Mi mirada fue a parar a la figura de Cristo: un metro ochenta de fibromadera, un millón trecientos mil pesos. Los ojos de vidrio y la expresión de perpetuo sufrimiento debían valerlos.

Salimos de la iglesia. Volvimos a casa.

No se si ese día había perdido mi fe, pero sí mi gorra.

Imágenes religiosas en cifras

Cariño

Posted in Cursi on 11/08/2018 by Angel López

Ella existe. El simple hecho es suficiente para sacudir mi alma.
La idea de ella es tan antigua como mi conciencia, y esa idea pareciera haber permanecido dormida en mi interior a lo largo de los años, despertando tímidamente al roce del corazón con las tempranas melodías, rebotando en las paredes de mi pecho; asomando por los bordes de mi psique al pasear los ojos por los primeros versos de la juventud.

La primera vez que la miré resultó confuso para mis ojos, abrumador para mi mente e injusto para mi corazón, pues la franca belleza provino de todas direcciones:

Su cabello pareciera ser castaño, pero se enciende como una hoguera al contacto con los rayos del Sol, revelando toques dorados y matices rojizos; en ella mi pasado y mi futuro crepitan. Yo observo, mientras mi olfato atrapa, cómplice de la brisa, a esa flor de mil aromas, de mil dulzuras.

Sus ojos son grandes, pues contienen la vida y la felicidad, o la promesa, o el anhelo dulce y doloroso al imposible; estrellas inasibles, prohibidas para el alma del mortal, cuyo mérito resulta escaso para pretender mencionarlas. Son dos gatos curiosos que asoman por la ventana de tus propios ojos, descubriendo tu naturaleza; noble o ruin, ideal o trágica, intacta o fracturada.

Sus labios, los cuales parecen el colmo de toda suavidad, dibujan la letra «M», aparente obra de una mano docta, virtuosa; educada por décadas en caligrafía. «M» de miel que está de más cuando la miro y de la maldita megalomanía que tengo a veces de pensarla mía. «M» de montañas gemelas; privilegiado el valiente quien tiene la oportunidad de conquistarlas.  Rubíes tersos de tentación ilícita. Robaría mi propio tiempo, mataría mi honor y orgullo; cumpliría la sentencia de tres vidas por el crimen con sabor a deseo.
Y aunque éstos parecieran encarnar la dulzura última del mundo, esconden tras de sí una sonrisa capaz de levantar la voluntad más diluida. Fundida en mi memoria,  apoderada de mi ensueño. Sin opción más que rendir, de ese día en adelante, mi más devota ternura.

Su abrazo, bendito consuelo, se evapora sin previo aviso con la llegada del alba.

Su beso: tan breve como terso. Su calidez perdura incluso cuando ha cesado el contacto. Quien lo tuvo, por siempre lo anhela. Quien lo tuvo, por siempre lo añora. Dualidad es recuerdo. Dicha en desdicha. Es sentencia y perdón; susurro y tormenta. Es pecado y absolución.
Labios que abrazan labios, lengua que sofoca el ardor.
Separatidad mitigada. Melancolía justificada.

Su voz viaja con los ríos y empapa los oídos. Me arrulla y me ensordece. Me recorre eléctrica de arriba abajo; desde dentro hacia afuera. Me despierta dentro del sueño, pues el sueño es su voz.

Sus mejillas contienen —como flor al néctar— un discreto rubor, no confeso pero evidente: nubes enternecidas por el rosa atardecer.

Su cuello dibuja una curva orbital. De esbeltez tan perfecta que se antoja sardónica. Sugerencia inocente… incitación instintiva cuasi-animal. Evocación nocturna al colmillo lunar.

Sus pechos: oda a la joven simetría; desplante a Afrodita y reto a Turan. Triunfo sobre Venus.

Su ombligo es como una fuente en una plaza de marfil, que yace en el centro de la ciudad soñada de Kadath.

Sus piernas son largas, como la espera por el amanecer en una noche insomne; fuertes y perseverantes como la nostalgia de lo ya perdido. Ejercitadas por las caminatas infatigables que parten de mi inconsciente hasta mi sueño en vigilia y de regreso.

Sus manos apartan mis dudas, vierten pétalos en mi imaginación. Sostienen improbabilidades: dentro de una de ellas va mi corazón. Si ha de caer y quebrarse, que caiga desde la altura de su decisión.

Ella cree en el amor, y el más ruin de los corazones, la más rota de las almas, lo hará con sólo mirarla.

Todo lo que de vos quisiera
es tan poco en el fondo
porque en el fondo es todo

WhatsApp Image 2018-08-11 at 18.08.09.jpeg

«Resulta que el chico rudo es un romántico del siglo XIX. ¡Sacude el mantel y tira toda la cursilería y bisutería! Algo habrá que quede.»
-Héctor Manjarrez
Julio 2018

Kenzaburō Ōe, El grito silencioso

Posted in Literatura on 02/08/2018 by Angel López

—¿Los escritores? Es verdad que dicen cosas que se aproximan a la verdad, y que siguen viviendo sin que los maten a golpes y sin volverse locos. Esos individuos engañan a los demás con el entramado de su ficción. Pero lo que esencialmente mina la tarea de un escritor es el hecho mismo de que, una vez ha conseguido imponer un entramado de ficción, puede decir cualquier cosa, por muy horrible, peligrosa o vergonzosa que sea. Por muy seria que sea la verdad que dice, siempre tiene presente que en la ficción puede decir lo que quiera, por lo que es inmune desde el principio a cualquier veneno que contengan sus palabras. Y, a la larga, esto se le transmite al lector, quien se forma una pobre opinión de la ficción al considerarla algo que nunca llega a penetrar hasta los arcanos más profundos del alma. Mirándolo de esta manera, la verdad, en el sentido en que yo la imagino, no está presente en nada escrito o impreso. A lo sumo, todo lo que puedes encontrar es un escritor que dé un salto en la oscuridad al tiempo que pregunta: «¿Puedo decirte la verdad?».

Kenzaburō Ōe, El grito silencioso. Anagrama.