Acababa de salir de una de esas relaciones de las que nos avergüenza hablar, pero no podemos dejar de hacerlo. Soy, cuando menos, codependiente, y era más una sorpresa que esa relación de cuatro años hubiera terminado, pese a que Roberto y yo ya no éramos ni por asomo felices.
Aún así lo extrañaba. Mi pecho estaba de alguna extraña forma impregnado de su aroma y yo no dejaba de pensar en él. Por exigencia, más que por consejo de mis amigas, borré su número y les prometí no volver a llamarlo, mandarle mensajes ni espiarlo por ningún medio. Yo así lo hice, pero me dolió amargamente que él no lo hiciera tampoco. Yo no quería que lo hiciera, qué bueno que no lo hizo, pero… ¿por qué no lo hizo?
Al cabo de un par de semanas, me decidí a salir de nuevo con mis amigas. Yo extrañaba verlas, pero me incomodaba que la mayoría de los esfuerzos estuvieran enfocados a conseguirme una nueva pareja. “No tienes que andar a fuerza con alguien, pero disfruta tu soltería y aprovecha para distraerte”, me decían. Yo no me oponía a la idea, pero tampoco estaba auténticamente entusiasmada. Además, el que me recordaran constantemente que debía buscar a alguien, llevaba la marca indiscreta de que ya no estaba con Roberto.
De cualquier forma, no fue ahí donde conocí a Leobaldo, sino que me lo presentó mi madre, después de insistirme mucho para ir al cumpleaños de mi tía Azucena. Leobaldo era hijo de los vecinos de mi tía, y tenía 24 años, sólo dos más que yo.
No era realmente feo, pero tampoco el primero que voltearías a ver cuando paseas por alguna plaza comercial. Su personalidad era moderada, por decirlo de alguna manera. Tenía buenos modales, pero no soportaba la forma en la que se reía. Solía ser una risa contenida, asfixiada, estrangulada a medio camino. Por suerte no lo hacía mucho.
Me invitó a salir mientras hablábamos en la sala después de cenar. Mi madre me miraba desde la mesa como si pudiera leer nuestros labios, y sus ojos casi me arrancaron el “sí” de la boca.
Comencé a salir con Leobaldo. Los lugares a los que me llevaba eran aburridos, pero decentes. A veces al cine, otras a tomar café, y uno de esos días debió sentirse aventurero, pues me llevó al zoológico a ver a los pingüinos. Roberto me abría llevado al nuevo motel que abrió cerca de la salida a la carretera. Solíamos coleccionar los jabones de esos lugares, y él los apilaba en una repisa de su baño, como si fuera un altar a su infantil perversión. A mí me parecía divertido.
Roberto… Al cabo de mes y medio seguía pensando en él. Su voz me seguía de aquí para allá, y me bajaba el ánimo cuando de mí asomaba la más leve satisfacción. Experimentaba la violenta necesidad de verlo, de probarlo, de volverme a asquear y aburrir de él, y sentir la monotonía y casi desprecio que él me profesaba. Aún lo amaba.
Un jueves yo estaba recostada en mi cama. La noche era tan silenciosa que, si me quedaba lo suficientemente quieta, podía escuchar la juventud salir corriendo de mi cuerpo. Todo se sentía tan lejos, que pasarían décadas antes de que cualquier objeto entrara en mi órbita y me despertara de ese adormecimiento funesto.
Sin advertirlo, algo entró por mi ventana a más de trecientos metros por segundo. Era un grito, o un rugido. Mi cerebro espabiló: era un motor. El de Roberto. Salté de la cama, y mientras me apresuraba a la ventana, lo imaginé parado a un lado de su coche, flores en mano y con los ojos suplicantes de perdón. Corrí las cortinas y ahí estaba, aún subido en el auto, con el ceño algo fruncido e impaciente. Yo sonreí.
Me vestí y pinté los labios como en un solo movimiento y salí como un ratón de mi casa. Casi salto al auto por la ventana. Esto siguió pasando los jueves de cada semana. Leobaldo me preguntaba que a qué se debía ese gran cambio de humor, y yo le dije que había comenzado a tomar las vitaminas con las que insistía mi doctor desde que tenía 13 años.
Él también había empezado a comportarse con mejores ánimos, lo que lo hacía más soportable, al menos hasta que volvía a empezar a reírse como si le apuntaran una pistola en la cara. Yo no sentía culpa, y no veo el por qué debía hacerlo, si lo único que hacíamos era pasar el rato juntos. Nunca intentó tocarme ni un pelo, y me daba cuenta con facilidad de cómo temblaba cuando se acercaba para ponerme su chamarra sobre los hombros cada que el clima enfriaba. Un par de veces llegó a llevarme a lugares particularmente caros a cenar y de la nada se ponía muy serio, pero yo me divertía acusándolo de padecer una indigestión.
A ratos la vida se torna cómoda, y nos hace olvidar que no es más que un huevo bamboleante en la orilla de una pendiente. Pues yo me embaracé de Roberto. Estaba triste y molesta. Cuando le conté, pensé que reaccionaría distinto, pero resultó que no quería saber nada de eso, y dijo que lo mejor para los dos sería distanciarnos. O no volver a vernos. Que eso era lo más maduro, pues lo nuestro tenía mucho de haber acabado.
Yo enloquecí de rabia y no se me ocurrió otra cosa que contarle de Leobaldo, pensando que tal vez le darían celos y cambiara de opinión, pero nunca lo vi tan desinteresado con nada en su vida, así que enfurecí aún más.
Yo no quería al bebé, ni a Leobaldo. Odiaba a Roberto y quería ser cualquier otra persona en el mundo. Pero no lo era.
Le inventé a Leobaldo que tenía fiebre y no lo vi esa semana ni la siguiente. Cuando estaba en planes para adquirir una nueva enfermedad, mi madre entró a mi cuarto con lágrimas en los ojos. Lo que pasa con las lágrimas es que se ven igual cuando sus motivos son felices o trágicos. Detrás de ella entró Leobaldo, con un traje nuevo y unas flores.
Se acercó y me abrazó. Con su boca cerca de mi oído, y lejos del de mi madre, dijo: “Karla, sé lo de Roberto. También lo del bebé. Todo está bien”. Me soltó, y poniendo su rodilla izquierda en mi alfombra color vino, sacó una pequeña caja negra de su bolsillo.